sábado, 27 de febrero de 2010

PERSONAJES


HERNÁN PEBE URTEAGA el violinista errante

Una historia para jazzearla. Desde el comienzo. Desde aquella tarde en la que los pibes de la sala de ensayo de Juan Bautista Alberdi nos dijeron: “Tenemos el teléfono de un violinista que les va a venir bárbaro”. Así lo descubrimos. El hombre merodeaba los escondrijos musicales menos pensados. Esos que en Buenos Aires solo se muestran como túneles clandestinos para los que pasean su amor por la música entre bambalinas. Cabellera blanca. Mirada transparente y profunda. Pocas palabras. Actitud mística. Talante pensativo. Meditativo.
Uno comenzó a codearse lentamente. En su departamento de Libertad y Marcelo T. de Alvear, frente a la plaza. Acompañado por sus inseparables gatos. Anegado el ambiente de cintas y vinilos. Libros y cuadernos de apuntes.
Una liturgia de jazzeología moderna. Algo de cine. Compartimos tardes de ensayo y un par de presentaciones. Los relatos de sus años en Estados Unidos, donde tocó y vio a todos esos hombres legendarios que en su adolescencia lo deleitaron a través del disco. Los viajes a Europa. El jazz nórdico y del este.
Uno quedó encadenado a su personalidad. Un culto de sigilos y consonancias. Hasta que un día fijó su destino en Mar del Plata, donde ya había residido alguna vez.
Entonces la amistad floreció en ocasionales tardecitas de confianza. Siempre resplandecido por miradas felinas. Adornado el hogar con máscaras extrañas que lo convertían en un territorio arcano y confabulado de misterios. Anocheciendo y despertando con la radio. Madrugando como siempre. Saliendo muy temprano cada mañana para alimentar al gaterío callejero de la rambla. Trompeta, contrabajo y cientos de cassettes completaban el ambiente. En el pequeño patio trasero del departamento de planta baja un sapo se sumó a la familia gatuna. Con esporádicas visitas de jóvenes músicos porteños que se hacían un rato para la charla en algunas vacaciones. De hábitos vegetarianos. Encantadoramente solitario. En busca de más calma aún para una vida austera de bienes materiales y suculenta en reminiscencias.
Fue su última ciudad. Con el mar de ladero, hilando redes con el jazz de la costa. Haciendo programas de radio y conferencias en la Biblioteca Municipal. Viendo cine en los bares donde ya todo el mundo conocía al futbolero presente en cuanto partido se transmitiera. Sol, frío o lluvia mediante.
Entonces uno lo frecuentó con más tiempo. Y las conversaciones eran cada vez más jugosas. Como esas interminables caminatas sincopadas, diurnas o nocturnas, sin rumbo establecido. Sabiendo respetar sus silencios, pausas y secretos bien guardados.
Así pasaron muchos años. Hasta que supo con certeza la proximidad de su partida. Se despidió lenta y prolijamente. Como una cuestión más de su rutina inalterable. Con la certeza de lo que la eternidad significa. Por consiguiente sin tristeza.
Uno lo recuerda con un cariño íntimo. A decir verdad lo extraña. Mucho lo extraña. Con su imagen de enamorado del arte y de la música en especial. Con su ternura ante los animales. Con su entusiasmo por el Ciclón de Blazina, Martino y el Bambino Veira. Con sus nostalgias por el Viejo Gasómetro. Con la correspondencia mensual en la que prolongábamos los encuentros. Y por sobre todas las cosas con esa religiosidad que le hace a uno pensar que tal vez un día regrese como gurú.
Mientras tanto su sonido sigue jugando con la brisa oceánica muy cerquita del Torreón del Monje. Si alguna melodía lo sorprende caminando por esas playas no se inquiete. El violinista le regala su tesoro más preciado.
Remo

No hay comentarios:

Publicar un comentario