sábado, 11 de diciembre de 2010

NICOLINO LOCCHE





Nuevamente un derechazo estrella su impotencia contra el vacío de la noche. Enciende aún más la alegría empujando una y otra vez al aplauso, a la ovación.
La mirada de lince, atenta y vivaz, no se aparta del rostro endurecido de la furia.
Puntea la zurda buscando el objetivo. La derecha enloquecida parte hacia el ridículo. Toda una descarga entera se desploma contra las cuerdas en un par de segundos.
Una ojeada al tercer ojo de ese hombre embravecido parece ser más que suficiente para controlar al máximo la situación.
El ritual arranca fervor, idolatría y un romance que florece en el festejo de cada esquive.
Las piernas, el cuerpo entero perduran entregados a una danza, sensual, cadenciosa, sin pausa.
Los cánticos de la popular semejan el suave oleaje que menea al bailarín hacia un lado, hacia el otro…
La fuerza y la fantasía se contemplan los rostros de milenios.
El sudoroso gladiador parece debatirse frente a su propia debilidad. Los brazos pesan toneladas de frustración. Las extremidades del danzarín rebotan en la lona acompasadamente.
En el estadio la locura se multiplica como diamantes anunciadores de un final obvio, contundente, irreversible.
La última estocada sin destino, sin aliento, sin sentido alguno, navega en la atmósfera cargada de canciones.
Final. Éxtasis. Explosión de euforia.
El campeón saluda. La gente lo abraza a la distancia, es lo único que no esquivó en toda la velada: el cariño. El Luna Park sonríe orgulloso prolongando la fiesta en el bajo y su aroma de licores.
La ductilidad ganó por puntos. La tosquedad mordió el polvo.
En el boxeo y en la vida. Así sea.

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